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Edur Velasco y Richard Roman

Migración, mercados laborales y pobreza

en el Septentrión Americano

 

 

Razones para una herejía

Reunidos en un aquelarre y echando mano de un sortilegio, los insurrectos durante la guerra de Independencia de la Nueva España se propusieron llevar la insurgencia a todo el Septentrión Americano. La independencia particular de un país denominado el Imperio Mexicano fue, valga la paradoja, un realista invento posterior, en el que todo cambió para permanecer igual. ¿Qué condujo a los iluministas de la revolución de 1810 a referirse a su empresa como la batalla por la libertad del hombre en un territorio, tan vasto como inexistente, nombrado por ellos el Septentrión Americano?

Hemos buscado una respuesta sin encontrarla. Sólo tenemos algunas nociones parciales, algunas piezas sueltas de lo que los nigromantes de 1810 se traían entre manos. El Septentrión combina en sus raíces la huella y el trasiego de los toros con el número siete, en una cábala todavía indescifrable. Podemos con humildad decir, en principio, que el Septentrión Americano es una mítica región que cae en el norte. Siguiendo a los navegantes del siglo XVI, hay quien afirma que nunca se culmina el viaje hacia tan enigmática tierra, por más que se tenga la certeza de seguir, como señal y guía, a las estrellas de la Osa Mayor. Los migrantes mexicanos del siglo XXI, nuestros marineros en tierra, coinciden en dicha apreciación. El Septentrión Americano no es otro que el muy remoto lugar donde brota el Viento del Norte, el aquilón de los latinos, el cierzo del Levante, el mictlampa ehecatl de los nahuas, literalmente el viento del abismo. Mictlampa era el territorio oculto, dispuesto más allá de la agonía, para los antiguos pueblos de América. En él no se desplegaban los tormentos infernales que le atribuyen las culturas de Occidente. En su fría bóveda interior residían los muertos y sus secretos. El Septentrión era, por tanto, el lugar del eterno retorno, del que partían y al que regresaban todas las migraciones precolombinas.

Por ahora, es lo que hemos podido recuperar de una palabra perdida en los papeles secretos de la Junta de Zitácuaro de 1811. A través de los crípticos trazos del Septentrión Americano navegamos por una tierra distinta a la opulenta Norteamérica y al territorio del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el temible TLCAN. Por debajo de la bóveda celeste de transacciones financieras y comerciales, reside la bóveda subterránea de los dominados, el mictlampa ehecatl, mejor conocido en castellano como el Septentrión Americano.

La migración en el Septentrión Americano

El Septentrión Americano permanece oculto, debajo de lo que el pensamiento del establishment reconoce como el territorio del tratado comercial de América del Norte, el feroz desde sus siglas TLCAN. Por los intersticios que deja el incesante movimiento de miles de toneladas de acero, cobre, vidrio, piezas de metal, granos, petróleo, así como de los millones de pequeñas piezas y componentes de la industria electrónica, podemos percibir a sus pobladores. Mas allá del flujo diario de miles de containers por los puertos de tierra y el mar, el Septentrión Americano es una inmensa plaza en donde millones de personas se mueven de un punto a otro, sin nada en las manos, simples portadores de una riqueza intangible: su fuerza de trabajo. Dado que los acuerdos comerciales de América del Norte no incluyeron al movimiento transfronterizo del mundo del trabajo, y sólo se detuvieron en el de los objetos inertes, la mayor parte de los desplazamientos de personas entre uno y otro país se da a través de las viejas vías del underground railway.1

La migración, del campo a la ciudad, de un país a otro, que durante casi todo el siglo XX fuera un mecanismo de movilidad social fundamental, para dejar atrás la pobreza, terminó por convertirse en un simple vaso comunicante entre los sweat shops de las distintas regiones del TLCAN. Los modernos parias llevan las cadenas consigo. La huida sólo los conduce de nuevo al punto de partida. La pobreza, como una maldición, persigue a quienes la sufren a cualquier parte que se dirijan. Es la globalización de una condición social. Es una condena global. El trasiego de los pobres de una región a otra, de una nación a otra, no es la causante de que la pobreza crezca en donde ellos deciden residir. Es la demostración, por el contrario, del surgimiento de un mercado mundial de fuerza de trabajo creado por los grandes centros de poder mundial, en el que los trabajadores asalariados han perdido la cohesión colectiva necesaria para resistir con eficacia. No obstante, las condiciones son diversas entre un país y otro.

La inmigración y el mercado laboral de Canadá

En Canadá, el peso de los migrantes sigue siendo fundamental en su evolución demográfica. Una marea de trabajadores provenientes de todos los rincones de la tierra llega cada año a sus costas y a las ciudades de tierra adentro. En 1991, los datos nos muestran que, de los 27 millones de habitantes, 4.3 millones habían nacido fuera de Canadá. El cuadro 1 refleja la composición étnica de la fuerza de trabajo migrante y su lugar de origen.

Para medir la fuerza del torrente migratorio en Canadá es necesario contemplar dicho proceso a lo largo del periodo de 1961 a 1995. En el lustro de 1961 a 1965, el crecimiento de la población canadiense atribuible a la inmigración representó 14.6 por ciento del total. En el quinquenio de 1986 a 1991, la participación de los inmigrantes en el crecimiento total de la población fue de 48.5 por ciento: 1.2 millones de personas se trasladaban de Asia, África, Latinoamérica y el Caribe para sumarse a la fuerza de trabajo canadiense.

En el año que corre de julio de 1994 a julio de 1995, la última información disponible, las cifras arrojan un total de 29.6 millones de habitantes en Canadá. En el último año, el crecimiento natural de la población fue de 170 mil personas, mientras que la inmigración fue de 215 mil, a las que habría que agregar otras cien mil calificadas como "inmigrantes no permanentes". La población canadiense crece a una tasa de 1.4 por ciento anual, mientras que la población de inmigrantes lo hace a 6.1 por ciento, esto es, 250 mil personas cada año en promedio, en el penúltimo lustro del siglo XX. El peso de los latinoamericanos ha pasado de 3 por ciento del total de inmigrantes en la década de los setenta a 15 por ciento en la de los noventa: en la segunda mitad de ésta, 50 mil latinoamericanos han emigrado hacia Canadá año con año. La fuerte inmigración latina empieza a pesar de manera significativa en el mercado de fuerza de trabajo de los servicios, en las principales zonas metropolitanas de Canadá.

La experiencia canadiense contrasta con la de Estados Unidos, que veremos en la siguiente sección, porque, a pesar de que en Canadá el peso de los inmigrantes respecto al total de la población se aproxima a 18 por ciento al término del siglo, esto es, el doble del peso específico de los inmigrantes en la sociedad estadounidense, la gran mayoría son inmigrantes legales, y tienen plenos derechos como residentes, incluidos el derecho a participar como miembros efectivos en los sindicatos, y beneficiarse de las negociaciones colectivas en la definición de salarios y condiciones de trabajo. La resistencia laboral en Canadá ha impedido que se disuelvan los sindicatos y que retroceda la tasa de sindicalización. Aquí la diferencia con Estados Unidos y México es notable. En 1995, los sindicatos canadienses, con 4.1 millones de afiliados, poseían la tasa de sindicalización más alta de todo el continente, con 31 por ciento de la población económicamente activa (PEA) agremiada en sindicatos. En contraste, en Estados Unidos la tasa de sindicalización es de 13 por ciento y en México de 15 por ciento.

El esfuerzo político y organizativo de los sindicatos, así como de las comunidades, para defender el carácter social y redistributivo de las políticas públicas ha logrado evitar un descenso de los salarios reales, si bien éstos no han logrado crecer junto con los incrementos sustanciales en la productividad. En las manufacturas canadienses, la productividad por hombre ocupado se incrementó en 25.8 por ciento entre 1985 y 1995. El ascenso en la productividad provocó un descenso en el número de trabajadores ocupados por la industria, y un incremento sustancial del desempleo. Los salarios reales promedio mantuvieron su nivel inicial, aunque en el caso de los trabajadores sindicalizados sí lograron aumentar sus ingresos reales en 18 por ciento a lo largo de la década de los noventa (Statistics Canada).

El mayor impacto de la globalización en el mercado laboral canadiense se expresa en una alta tasa de desempleo, ya crónica, que se mantiene en alrededor de 10 por ciento desde hace tres lustros, y que es una de las mayores de los países de la OCDE. El TLCAN también ha minado el empleo industrial y acrecentado los déficits comerciales de la economía canadiense con Estados Unidos y México. En particular las importaciones de México han crecido de 1 730 a 5 341 millones de dóláres US, entre 1990 y 1995, abriendo un boquete de 4 234 millones en la balanza comercial, como consecuencia de las crecientes importaciones provenientes de la industria maquiladora del norte de México.

Con respecto al tema de la migración, la experiencia de Canadá muestra que, en la medida en que los inmigrantes encuentran un tejido de organización social sólido, la correlación de fuerzas en el mercado laboral no se modifica a favor de las corporaciones. Si los inmigrantes se insertan con plenos derechos en la vida social, las comunidades que los cobijan logran preservar los niveles salariales y las políticas públicas con una perspectiva redistributiva de la riqueza social.

La inmigración y el mercado laboral en Estados Unidos

En Estados Unidos, el flujo migratorio es uno de los más voluminosos del mundo. Entre 1990 y 1995, la población estadounidense pasó de 248.1 millones de habitantes a 261.1 millones, con un aumento absoluto de 13.5 millones de personas en el quinquenio. La tasa de crecimiento de la población fue, por tanto, de 1.1 por ciento en cifras cerradas. En este periodo, las estadísticas oficiales reconocen 6.8 millones de migrantes legales, lo que implica que 50 por ciento del crecimiento absoluto de la población en Estados Unidos es atribuible al flujo de fuerza de trabajo de otros países (USA Statistical Abstract, 1996, pp. 8-18). El volumen de inmigrantes legales en 1994, último año para el que tenemos información disponible, fue de 804 mil. De ellos, 161 mil provinieron de Europa, 292 mil de Asia y 304 mil de América Latina. Tan sólo 26 mil provinieron de África y 20 mil de Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Lo anterior significa que América Latina es una fuente notable de fuerza de trabajo para los engranajes de la acumulación en Estados Unidos, con una aportación de 38 por ciento de la inmigración legal. Pero a los datos anteriores cabría agregar los de la inmigración indocumentada, con lo que la participación de los trabajadores latinoamericanos se incrementa de manera significativa.

Las estimaciones del Inmigration National Service (INS por sus siglas en inglés) ubican entre 3.4 y 4 millones la población de trabajadores indocumentados en Estados Unidos. Aunque existen indicios de que el número de trabajadores migrantes no autorizados es en realidad de 6 millones de personas, sumergidas en los subterráneos de la vida social y laboral de la unión americana. El cuadro 2 muestra la distribución por país de origen de los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos. Estas cifras son estimaciones parciales ya que se derivan de los censos de población y de los datos de la Border Patrol sobre las personas detenidas por intentar entrar fuera de las zonas aduanales. Pero estudios particulares, como el titulado "Migration between Mexico and the US", publicado recientemente por el INS y la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, calculaban en 7.3 millones los mexicanos residentes permanentes en Estados Unidos. De ellos 4.9 millones residen con sus documentos legalmente autorizados y 2.4 millones sin autorización legal.

En el citado documento se afirma: "El decenio de 1980 mostró un aumento masivo de la migración mexicana autorizada, debido, en gran parte, al programa de legalización de los inmigrantes no autorizados en los años previos. Durante el decenio de 1990 la migración autorizada desde México siguió siendo considerable a medida que los familiares mexicanos legalizados obtenían el estatus de residentes permanentes. Tan sólo en el año fiscal de 1996, más de 160 mil mexicanos pasaron a convertirse en inmigrantes autorizados" (Migration Binational Studies, p. 11).

Del estudio "Migration Between Mexico and the US" desprendemos que el número de inmigrantes indocumentados de las distintas nacionalidades se encuentra subestimado en las cifras oficiales, que aparecen en el cuadro 2, y que contemplaban en 1992 una cifra de tan sólo 3.4 millones de indocumentados, de los cuales 1.3 millones serían de origen mexicano. En realidad, el número de trabajadores indocumentados, permanentes y temporales, en la economía estadounidense podría alcanzar los 6 millones de personas en la segunda mitad de la década de los noventa, esto es, 5 por ciento de la PEA de Estados Unidos. Para el fin de siglo, los datos previos podrían aumentar a 8 millones de trabajadores indocumentados, que representarían 6.3 por ciento de la población económicamente activa de Estados Unidos.

Si consideramos como un todo a la población nacida en el exterior y a los núcleos de la población que permanecen incorporados a sus raíces culturales, la fuerza de trabajo externa residente en Estados Unidos se eleva a 14 por ciento, y su composición porcentual por el lugar de origen se indica en el cuadro 3. En el mismo se puede apreciar que los latinoamericanos son el grupo étnico más numeroso. Han logrado preservar una gran cohesión sin diluirse en el melting pot. La fuerza cultural del grupo se recrea año con año, con la presencia de nuevos miles de parias que llegan huyendo de la miseria extrema en América Latina.

Más allá del efecto de la fase recesiva del ciclo largo en la economía continental, detrás de la emigración masiva de latinoamericanos hacia Estados Unidos hay un cambio radical en la proporción poblacional de Estados Unidos y América Latina. En 1914, la población de Estados Unidos era de 100 millones de habitantes mientras la población de América Latina era de tan sólo 80 millones de personas, la mayor parte de ellas en las zonas rurales. Ocho décadas después la proporción es dramáticamente distinta, dado que mientras en Estados Unidos la población suma 260 millones de habitantes, América Latina termina el siglo con 500 millones de ciudadanos en atormentadas repúblicas.

Cada año, una porción pequeña, uno de cada mil habitantes de América Latina, se desprende de su comunidad para intentar reconstruir su destino en la plaza central de la economía global. Al hacerlo, mantiene sus raíces culturales y comunitarias como ningún otro grupo étnico en la historia de Estados Unidos, tal vez si acaso los afroamericanos, pero con la diferencia a favor de los latinos de contar con una lengua propia y distintiva. Nuestra emigración es una diáspora continua, una marea incesante.

Para el caso de México, por obvias razones, este proceso es el eje de su historia contemporánea. Ni la economía ni la cultura mexicanas se pueden entender sin la nueva franja latina dentro de Estados Unidos. A los migrantes permanentes a los que nos hemos circunscrito hasta ahora, es necesario agregar el contingente de trabajadores estacionales que cruzan la frontera por periodos de semanas o meses, para regresar cíclicamente a su lugar de origen. Como lo señala el documento conjunto del INS y de la Secretaría de Relaciones Exteriores: "Las visitas temporales autorizadas entre México y Estados Unidos también son considerables. Los cruces fronterizos entre México y Estados Unidos son de los más numerosos en el mundo. Durante el año fiscal de 1996, por ejemplo, hubo 280 millones de cruces a través de la frontera. El número exacto de entradas de mexicanos no autorizadas a Estados Unidos se desconoce, pero el año fiscal de 1995 se realizaron más de 1.3 millones de aprehensiones de personas que intentaron cruzar sin ser inspeccionadas en la frontera entre los dos países". Según el propio INS, por cada persona detenida, dos ingresan temporalmente sin que la Patrulla Fronteriza pueda evitarlo.

Considerando lo anterior, podemos decir que 10 millones de mexicanos se encuentran residiendo de manera temporal o permanente en Estados Unidos, la mayor parte de ellos integrados a la población económicamente activa. Según estos resultados parciales, uno de cada tres mexicanos con empleo se encuentra en Estados Unidos, mientras otros 8 millones permanecen en México dentro de la economía de subsistencia, sin acceder a un empleo estable. El proceso también abarca a grandes grupos poblacionales del resto de América Latina, en particular de Centroamérica y el Caribe. En el caso de Sudamérica, es un hecho que la propia política migratoria de México es definida como un elemento de Seguridad Nacional por el Departamento de Estado de Estados Unidos, y existen numerosas formas por medio de las cuales ejerce presión para restringir el flujo de potenciales migrantes sudamericanos hacia Estados Unidos a través de México. Pero la distancia entre la riqueza del norte y la necesidad creciente de servicios para una población que envejece sin remedio hace que la presencia latinoamericana sea incontenible. Aun utilizando la técnica de unidades de poder adquisitivo, el PIB latinoamericano es apenas una cuarta parte de la suma del producto de Estados Unidos y Canadá (Angus Maddison, Monitoring the World Economy: 1820-1992, OCDE, París, 1995, pp. 182-90).

La inmigración de millones de personas en Estados Unidos conduce a la depauperación extrema de sus comunidades, como consecuencia de su injusta exclusión de los derechos sociales básicos, a través de diversas leyes con un claro contenido racista. La reciente ley de migración aprobada en octubre de 1996 decreta la persecución formal de la inmigración laboral, al grado de ser considerada en sí misma como una actividad delictiva peligrosa, dentro de las severas leyes que persiguen el crimen organizado. La ley no busca contener la migración, sino sumergirla en la economía subterránea.

La inmigración en sí misma no debería debilitar la fuerza de los trabajadores en el mercado laboral, si no fuera porque coincide, en el caso de Estados Unidos, con una postración generalizada de la organización de los trabajadores y el establecimiento en muchos estados de leyes que prohíben la contratación colectiva y el derecho de huelga. En condiciones de disgregación social, la persecución a la inmigración desata condiciones de excepción, que son aprovechadas por los patrones para contratar a millones de personas en pésimas condiciones laborales y bajos salarios. Es la tremenda debilidad de los sindicatos estadounidenses la que permite el indigno trato que reciben los indocumentados, y el deterioro general de las condiciones de trabajo.

Los inmigrantes se agolpan en las grandes ciudades en que declina la sindicalización. La tasa de sindicalización en Nueva York era de 38 por ciento en 1983, misma que descendió a 25 por ciento en la década de los noventa. En el mismo lapso, descendió el número de trabajadores organizados en Los Ángeles, de 22 por ciento a 15 por ciento, y en Chicago, de 25 por ciento a 18 por ciento. En ciudades con fuerte presencia de población trabajadora latinoamericana, los trabajadores sindicalizados son pequeños grupos de trabajadores públicos federales que tienen este derecho por ley –aunque la ultraderecha busque aniquilarlos con actos de terror como el bombazo de Oklahoma–, mientras el resto de la fuerza de trabajo está inerme ante el poder de las empresas. La tasa de sindicalización es de 9 por ciento en Miami, en El Paso de 7.2 por ciento, en Houston de 7 por ciento, en Dallas de 6.8 por ciento, en Phoenix de 6.5 por ciento, en San Antonio de 5.9 por ciento y en el caso extremo de Austin, en el estado de Texas, de 3.6 por ciento.2

Sin considerar al conjunto de los empleados públicos, y concentrándonos en los 110 millones de trabajadores de empresas privadas, la tasa de sindicalización en Estados Unidos está por debajo de 10 por ciento, cuando llegó a ser de 35 por ciento al término de la Segunda Guerra Mundial. En ese país, la crisis de la organización sindical debilita la capacidad de los trabajadores para negociar colectivamente sus condiciones laborales. Pero en el caso particular de los trabajadores latinos, la baja tasa de sindicalización, 12 por ciento del total, tiene un efecto devastador en los niveles salariales. Para los trabajadores anglosajones, el salario de los trabajadores sindicalizados es 30 por ciento superior al de los no sindicalizados; pero en el caso de los latinos, estar sindicalizado significa tener un salario 60 por ciento superior al de los trabajadores no sindicalizados. Dado que la inmensa mayoría de los trabajadores latinos son asalariados, su segregación laboral, la imposibilidad de organizarse sindicalmente, implica la miseria para sus familias. Los datos del propio gobierno de Estados Unidos muestran que 42 por ciento de los niños latinos se encuentran en condiciones por debajo de la línea de pobreza definida por las autoridades estadounidenses.

El potente flujo migratorio de latinoamericanos hacia Estados Unidos no sólo gravita sobre el diferencial de productos per cápita de las dos Américas, sino sobre la inequitativa distribución del ingreso en América Latina, que acicatea la expulsión de los grupos vitales de su población. Trataremos de demostrar cómo existe una estrecha correlación entre la desigual distribución del ingreso en el caso de México y las mareas migratorias hacia el norte del río Bravo.

La desigualdad en México y el flujo de la migración hacia el norte

Uno de los resultados más relevantes del estudio "Migration between Mexico and the US" consiste en mostrar cómo los migrantes mexicanos hacia el mercado laboral estadounidense no se encuentran necesariamente desocupados antes de partir: "Es evidente que el motivo principal de las corrientes migratorias es de carácter económico; sin embargo, esto no significa que los migrantes mexicanos carezcan forzosamente de trabajo en México. La mayor parte de los migrantes tuvieron trabajo, ocupación productiva antes de emigrar. Las encuestas aplicadas en numerosos puntos fronterizos a gran número de migrantes no autorizados muestran que la mayor parte tenía un trabajo antes de marcharse. Sin embargo, la mayoría migró con la intención de trabajar en Estados Unidos y acceder a salarios más altos" (Estudio bilateral, p. IV). Queda tácito el hecho de que, a la par que se ha derrumbado el salario real de la gran mayoría de la población mexicana, el incentivo para emigrar se ha vuelto cada vez más poderoso.

Desde la incorporación de México al GATT, en la primera mitad de los años ochenta, el proceso de desmantelamiento del viejo contrato social implicó un cambio radical en el conjunto de los precios relativos, con la idea de alcanzar una asignación más eficiente de los recursos ante la necesidad de incrementar la productividad, así como la competitividad del país, en los mercados internacionales. Ninguno de estos tres objetivos se alcanzó; pero el país quedó a merced de la triada que forman los especuladores internacionales, las empresas multinacionales y los grupos financieros autóctonos.

En el curso de quince años se produjo un cambio sustancial en la correlación de fuerzas de las partes involucradas en la contienda por la distribución del ingreso. La participación de las remuneraciones a los asalariados en el PIB pasó de 38 por ciento en 1982 a 25 por ciento en 1996: 13 puntos menos (INEGI, Sistema de Cuentas Nacionales). El incremento del flujo migratorio de trabajadores mexicanos ha coincidido con el derrumbe salarial de México en el periodo de quince años que va de 1982 a 1997. El poder adquisitivo del salario mínimo en México descendió a menos de una tercera parte entre la primera mitad de los ochenta y la segunda mitad de los noventa (véase cuadro 4). El descenso del salario medio industrial expresa el ciclo industrial corto y, con breves periodos de recuperación, presenta también abruptos descensos durante las recesiones: el salario real de los trabajadores industriales se encuentra, en 1997, por debajo del salario mínimo de 1976: una caída de 62 por ciento (véase el cuadro 5).

Según la versión del evangelio de las estadísticas oficiales, durante las dos últimas décadas el empleo se ha duplicado en México al pasar de 6.3 millones de trabajadores asegurados en 1980 a 11.5 millones en 1997. Sumando los ingresos de los gerentes de las empresas y de los trabajadores directos, los ideólogos del pensamiento único en México afirman que las remuneraciones promedio tan sólo han descendido una tercera parte, sin considerar las grandes diferencias intersectoriales y las que existen entre trabajadores de cuello blanco y los de cuello azul. Pero detrás de este mundo feliz se encuentra la segmentación del mercado laboral mexicano en dos pistas. La desigual distribución del ingreso en México pasa por esta fragmentación del mercado laboral entre los empleados y los trabajadores de línea. En el caso de México, esta división está justificada bajo la cobertura de la propia Ley Federal del Trabajo, que separa el núcleo técnico de los trabajadores directos bajo la noción de "personal de confianza" del empresario y, por lo tanto, sin posibilidades de organización sindical.

Dentro de su estrategia antisindical, las grandes corporaciones en México han buscado escindir al grupo de trabajadores calificados de la resistencia general, definiendo una política salarial diferenciada. Por otra parte, y como un proceso que distorsiona las cifras agregadas de "remuneraciones al trabajo" derivadas de las cuentas nacionales y del seguro social, mientras los salarios se derrumbaban en la proporción ya descrita, las cuentas nacionales muestran cómo el núcleo conformado por gerentes, ejecutivos y capataces obtenía una porción creciente del excedente económico. Entre 1988 y 1994, los segmentos directivos dentro de las empresas mexicanas incrementaron su tajada en el valor agregado industrial, bajo el rubro de pago por sus servicios, para alcanzar 13 por ciento del mismo. Los trabajadores de línea, por su parte, vieron reducir la participación de la masa salarial en el valor agregado de la industria de 22.8 por ciento del PIB industrial de 1980 a 11.6 por ciento del de 1996.

Como consecuencia de este proceso, del desmantelamiento del sector público y de la desaparición de buena parte de los precios relativos dirigidos a fortalecer la masa salarial, el carácter inequitativo de la distribución del ingreso en México se acentuó de manera profunda. Entre 1984 y 1996, el decil superior incrementó su participación de 32.7 a 42.7 por ciento. En contras-te, los deciles del IV al VIII disminuyeron su participación de 41.4 a 32.8 por ciento, mientras los tres deciles inferiores permanecían en un pozo por abajo de 9 por ciento del ingreso familiar disponible (véase el cuadro 6).

La pobreza en México –y más allá de ella, el empobrecimiento– es una condición de los segmentos sociales urbanos y con empleo, y no exclusiva de la población desplazada en las zonas rurales y sin relación asalariada con la producción social. El empobrecimiento en curso de la población mexicana obedece no a las tareas pendientes de un estado nacional-popular, sino a la fuerza misma de los acontecimientos, al desmantelamiento del viejo contrato social, a los nuevos parámetros en la relación entre las clases en la producción, a la desintegración del corporativismo y a la imperativa asignación de recursos según la lógica del régimen neoliberal.

La emergencia de una economía globalizada, al fracturar los eslabones entre los distintos sectores de la economía, estableció barreras casi infranqueables para intentar siquiera preservar el valor de la masa salarial. La resistencia laboral en puntos aislados del mapa social no tiene los efectos desencade-nantes y multiplicadores que poseía en periodos previos, cuando seguía los flujos de la matriz insumo-producto, para expresarlo de una manera esquemática pero no por ello menos precisa. La mediación de lo externo absorbe toda la protesta social, y logra diluirla en un agujero negro de restricciones inamovibles: una ley de hierro de la rentabilidad internacionalizada.

Es por ello que la migración de fuerza de trabajo hacia Estados Unidos ha venido transformando su composición. En los años sesenta y setenta era de carácter rural y masculina. En la década de los noventa, se incrementó de manera sustancial el peso de las mujeres y de la población urbana. En Estados Unidos, para el año de 1995, 79.1 por ciento de los hombres y 52 por ciento de las mujeres participaban en la población económicamente activa, creando una masa laboral de 11.2 millones de personas. De ellas 4.1 millones laboran en la industria y 2.2 millones en los servicios comunitarios. En contraste, tan sólo 800 mil participan en actividades agrícolas. Esto es, tan sólo 7 por ciento de la población latina en Estados Unidos se encuentra ocupada en el sector agrícola. La migración mexicana de la década de los noventa brota de las cien ciudades mexicanas de más de 100 mil habitantes. De los 100 millones de personas que residen en México, 80 por ciento viven en zonas urbanas, entre las que destacan las ciudades medias de la meseta, los centros petroleros del Golfo, el corredor de puertos del Pacífico y, en una proporción creciente, las 30 ciudades industriales del norte (véase el cuadro 7), lo que constituye un escenario urbano inimaginable tan sólo hace quince años, cuando el grueso de la población urbana estaba concentrada en las zonas metropolitanas de México, Guadalajara y Monterrey. La migración contemporánea fluye del centro hacia las ciudades del norte, y de ellas hacia Estados Unidos. Cientos de miles de personas se dirigen en una primera etapa hacia la frontera, y de ahí hacia sus santuarios dentro de Estados Unidos. La migración interna es sólo una etapa en la migración hacia el territorio estadounidense. En este flujo, las ciudades mexicanas del norte se han expandido, reteniendo una parte en las tres mil empresas maquiladoras en que laboran un millón de trabajadoras y trabajadores, por 50 centavos de dólar la hora.

El carácter urbano de la migración latina del fin del milenio hacia Estados Unidos también se puede apreciar en el punto de destino: 12 estados estadounidenses, tanto en la costa oeste como en la del Atlántico, en los que se concentran los transterrados de América Latina. En 75 ciudades de más de 100 mil habitantes existen comunidades latinas que representan por lo menos 15 por ciento de la población (véase el cuadro 8). Los latinos son 30 por ciento de la población de California, el estado que por la magnitud del PIB es considerado por sí mismo la quinta economía del mundo. La fuerza de los latinos recorre todo el estado, desde San Diego hasta el área de la Bahía, en el norte: en más de 37 ciudades de California los latinos son la comunidad de más rápido crecimiento. Un dato relevante es el hecho de que en la ciudad de Los Ángeles, la segunda en importancia en Estados Unidos, los latinos representaban 40 por ciento de los habitantes en 1990. Un indicador del futuro es que en el Distrito Escolar Unificado de Los Ángeles, con 700 mil estudiantes, 70 por ciento de los niños son de origen latino.

El castellano es el idioma fundamental en las escuelas formalmente diseñadas para la enseñanza del inglés. En otro gigante económico y demográfico de Estados Unidos, el estado de Texas, 28 por ciento de la población es de origen latino. En el estado de Nueva York viven 2.5 millones de latinos, ya que allí confluye la población de Puerto Rico, República Dominicana y el estado de Puebla. El INS estima en 200 mil el número de poblanos que viven en el estado de Nueva York.

La inmigración latina y las condiciones de vida de la clase obrera en Estados Unidos

Los extensos movimientos migratorios de la fuerza de trabajo latina tie-nen un gran impacto en el mercado laboral estadounidense, dominado por cambios económicos e institucionales que han fortalecido el capital frente al trabajo asalariado. Con el fin de la guerra fría, el discurso y la práctica de la unidad nacional frente al comunismo son antiguallas depositadas en el cuarto de los trastos viejos. Para el gran capital estadounidense ya no hay necesidad de mantener los viejos compromisos. Con el despliegue de los tanques de la poderosa división 257 aerotransportada en Los Ángeles durante el mes de mayo de 1992, se hizo evidente que la guerra se desarrolla con toda plenitud dentro de la plaza central.

La migración internacional es la consecuencia extrema de los grandes movimientos poblacionales dentro de cada uno de los países del área. Mientras la población anglosajona se desplaza hacia la Columbia Británica desde las provincias del Atlántico, miles de latinos llegan a Ontario y Quebec. En México, el crecimiento de las ciudades industriales del norte ha creado una zona aduanal, libre de impuestos, a lo largo del corredor fronterizo, donde se asientan las tres mil empresas maquiladoras. Si el salario mínimo de Estados Unidos es de 5.15 dólares la hora, el salario mínimo de México es de 35 centavos la hora, 14 veces menos. Si consideramos los salarios industriales, la diferencia disminuye a tan sólo diez veces. Es claro que la Patrulla Fronteriza, el terror organizado en contra de los trabajadores internacionales, tiene un primer gran objetivo más allá de proteger la integridad de los linderos territoriales: mantener a los trabajadores en un ghetto de 35 centavos la hora.

En el curso de quince años, el número de trabajadoras y trabajadores mexicanos ocupados por las maquiladoras en las 30 ciudades del norte de México pasó de cien mil a un millón. La rentabilidad de dichas operaciones ha sido enorme, si consideramos que el total de la fuerza de trabajo estadounidense ocupada en la industria es de 18.3 millones de personas, y añadimos al mismo los trabajadores de las maquiladoras. Desde esta perspectiva, 5.2 por ciento de la fuerza industrial de Estados Unidos se agolpa detrás de la línea fronteriza, bajo condiciones de contratación insalubres, sometida a ritmos de trabajo extenuantes y a cambio de salarios diez veces menores a los que recibirían con tan sólo cruzar la frontera. Cada día, la Patrulla Fronteriza garantiza a las multinacionales instaladas desde Tijuana hasta Matamoros una ganancia extraordinaria de 37 millones de dólares, lo que representa al año 10 mil millones de dólares. El ahorro no es menor: equivale a 3 por ciento del total de la masa salarial de Estados Unidos en la industria manufacturera (US Statistical Abstract, p. 732).

El impacto de la migración al interior de Estados Unidos es todavía más significativo. Existe un efecto más allá de lo que refleja la estadística y es el poder disuasivo que tiene la maquila para frenar las reivindicaciones de los trabajadores estadounidenses en las ciudades de tierra adentro. Muchos movimientos de resistencia laboral han terminado con el cierre de plantas y su traslado más allá del río Bravo. La frontera sur es una inmensa válvula de escape para las empresas en dificultades laborales; por medio de ella se desvanece el Estado de Bienestar. En realidad es como si los señores esclavistas hubieran regresado para ganar la guerra, estableciendo una secesión inesperada y un apartheid que envidiarían los afrikaners de la vieja Sudáfrica.

Al interior de Estados Unidos se desarrolla una gran cantidad de trabajos socialmente necesarios que no se pueden trasladar tan fácilmente, como son los servicios diversos y sectores industriales que elaboran productos de alto valor agregado. Es por ello que un gran volumen de trabajadores latinos es necesario en segmentos fundamentales del mercado laboral estadounidense. A pesar de representar menos de 10 por ciento de la población económicamente activa, los latinos contribuyen con 32 por ciento de los estampadores textiles, 27 por ciento de los ensambladores de la industria de prendas de vestir, 14 por ciento de los metalmecánicos, 14 por ciento de los estibadores industriales y 12 por ciento de los trabajadores de máquinas-herramienta, por no mencionar que 20 por ciento de los peones sin calificación en la industria son trabajadores originarios de los diversos países de América Latina.

En los servicios de empresas privadas para el público, en las tares más duras, de mayor riesgo y peor remuneradas, como la limpieza y mantenimiento de los grandes edificios e instalaciones, 20 por ciento de la fuerza de trabajo proviene de la comunidad hispanoamericana; 12 por ciento de los repartidores de paquetería y 18 por ciento de los cocineros de Estados Unidos viven y son parte de los barrios latinos; 40 por ciento de los jornaleros del campo son desde luego latinos. Las cosechas de ira de Steinbeck son levantadas por brazos de indígenas centroamericanos y mexicanos (US Statistical Abstract, p. 407). Como todo proceso en el que la división étnica y de clases se entremezclan, nunca las líneas étnicas coinciden de manera tajante con la división social del trabajo. Es por ello que 3.4 por ciento de los jefes de relaciones laborales son de origen latino, en la medida en que también existe un talento empresarial por descubrir y ello coincide con la necesidad de que existan capataces que dominen el español.

El aluvión de trabajadores latinos ha repercutido en primer lugar en una caída incesante de los salarios de las trabajadoras y los trabajadores latinos. Sin organización sindical, privados de derechos sociales y laborales, bajo la amenaza de ser deportados, los salarios de los trabajadores hispanoamericanos se han derrumbado de 1973 a 1995, arrastrando los salarios del conjunto de los trabajadores sin importar origen étnico o categoría. Es una bella y terrible demostración de cómo el salario es una relación social contradictoria y no el precio de una mercancía más, sometida al juego de la oferta y demanda de sus diversas categorías.

En el cuadro 9 podemos apreciar cómo el porcentaje de trabajadores con salarios por debajo del nivel de pobreza representa 53.5 por ciento de las mujeres latinas ocupadas y 44.5 por ciento de los hombres asalariados. En su conjunto, el número de trabajadores latinos con ingresos salariales por debajo de la línea de pobreza se ha incrementado de 34.3 por ciento en 1973 a 48.1 por ciento en 1995. En contrapartida, los trabajadores con salarios entre 25 y 100 por ciento por encima de la línea de pobreza han reducido su peso relativo al pasar de 46.6 por ciento a 31.9 por ciento. En el año de 1995, sólo uno de cada tres trabajadores latinoamericanos en Estados Unidos percibía salarios fuera del rango de pobreza en sus diversos estratos. Mientras tanto, el grupo de los extremadamente pobres pasó de ser una pequeña porción a representar una cuarta parte de los latinos económicamente activos y ocupados. En el caso particular de las mujeres latinas, su condición de clase, etnia y sexo sumerge en la pobreza a tres de cada cuatro de las que están insertas en el mercado laboral estadounidense.

En términos absolutos, a pesar de la incorporación de la mujer al trabajo asalariado en uno de cada dos núcleos familiares latinos, el número de familias con ingresos por debajo del nivel de pobreza reconocido por las oficinas del propio gobierno de Estados Unidos es de 3 millones, de un total de 6.5 millones. Un dato que confirma el empobrecimiento absoluto de la comunidad latina en Estados Unidos es la evolución de la mediana del ingreso familiar. Utilizando como unidad el poder adquisitivo de 1995, el ingreso de las familias latinas retrocedió de 28 200 dólares en 1973 a 24 500 dólares en 1995, con un deterioro de 3 700 dólares al año, equivalente a 13 por ciento de la mediana del ingreso en 1973.

Las familias latinas han logrado sortear parcialmente este deterioro de sus condiciones laborales a partir de su capacidad cultural de constituir familias ampliadas, con lo cual pueden afrontar el compromiso de rentas de 800 a mil dólares. La presencia de un proletariado latino es la única posibilidad para que coexistan ganancia y renta de la tierra, sin necesidad de una profunda reforma urbana en Estados Unidos. Sólo la combinación de 5 o 6 salarios en familias extensas, hacinadas en viviendas unifamiliares, permite pagar alquileres que con un solo salario sería imposible cubrir. Es por ello que los latinos son una porción considerable en 9 de las 10 principales metrópolis de Estados Unidos. Como en los viejos esquemas de los clásicos de la economía política, en Estados Unidos el escenario de la distribución del ingreso involucra a los tres personajes de la obra, y es un juego de tres bandas: ganancia, renta de la tierra y salario. Su desarrollo ha implicado la destrucción de la organización sindical y el desplazamiento de la industria del corredor del hielo hacia el corredor del sol en los estados del sur. La presencia de 11 millones de trabajadores latinos en el mercado laboral estadounidense coincide con las condiciones creadas por el desmantelamiento del viejo contrato social de la posguerra. En sí misma la migración no de-bería provocar un deterioro en las condiciones de vida y trabajo de los asalariados. No fue así durante un largo periodo. Lo que crea este deterioro es la utilización de la inmigración por las corporaciones en una estrategia diri-gida a reducir la tasa salarial en Estados Unidos, en la contienda por el mercado mundial frente a sus adversarios en Asia y Europa.

Como podemos apreciar en el cuadro 10, referente a la distribución salarial en Estados Unidos, las modificaciones recientes en el mercado laboral, en el que la ilegalización de la migración latina ha jugado un papel central dentro del asalto del capital sobre el salario social, condujeron a una reducción generalizada en los ingresos salariales de los seis primeros deciles dentro del esquema básico de distribución del ingreso. La reducción en el salario horario va de 70 centavos a un dólar, y representa para los casos extremos cerca de 15 por ciento de los ingresos. En el sexto decil, la caída es relativamente menor, pero si consideramos que la productividad de la economía estadounidense no ha cesado de crecer, el deterioro salarial implica una concentración sin precedente en la historia contemporánea de Estados Unidos.

La combinación de la caída salarial y el incremento paulatino pero sostenido de la productividad ha polarizado el ingreso como nunca antes en la historia reciente, y de ello poseemos diversos indicadores. Como parte del mismo proceso, la pobreza más allá de la comunidad hispanoamericana, se extiende como una peste medieval, entre todos los grupos étnicos. Desde luego, en primer lugar, entre aquellos segmentos laborales sometidos a una mayor presión por el proceso de globalización, ya sea por la relocalización industrial o por los procesos migratorios (véase el cuadro 11). Entre los trabajadores de cuello azul, el descenso del salario por hora ha sido en promedio de 13.73 dólares en 1973 a 11.62 dólares en 1995. En una igualación perversa de los salarios, el ingreso de las trabajadoras es más próximo al de sus compañeros: permanece en el fondo, con una remuneración por hora de 8.3 dólares a lo largo del periodo. En el sector servicios, las mujeres no escaparon a la reducción salarial absoluta al pasar su ingreso por hora de trabajo de 7.1 a 6.7 dólares.

En el caso de los servicios, el descenso del salario de los hombres es proporcionalmente el más intenso, dado que es donde el grado de organización sindical es más débil. En el área de empresas privadas de servicios a la población, el salario por hora descendió de 9.78 dólares a 7.49 dólares, esto es, una caída de 24 por ciento. Pero el descenso salarial no se detiene en los trabajadores directos, sino que arrastra a los de cuello blanco. No existe una reestructuración laboral de acuerdo a los niveles de calificación de la fuerza de trabajo, como han sostenido algunos ideólogos de la administración Clinton, como el antiguo ministro del Trabajo, Robert Reich. Lo que en realidad está ocurriendo es una reducción de la tasa salarial y de la masa salarial que impacta de manera diversa, pero generalizada, al conjunto de los trabajadores productivos de la economía estadounidense. El cambio en la correlación de fuerzas entre el trabajo asalariado y el capital es general: al rebajar los primeros peldaños de la escalera salarial, disminuye la altura del conjunto de los ingresos al trabajo, incluyendo a sus estratos más calificados. Los técnicos y empleados administrativos, aunque en una proporción menor, también han visto disminuir sus salarios reales. Lo que tenemos es un descenso de la masa salarial global y un aumento de la explotación de la fuerza de trabajo. La reestructuración capitalista ha tenido la dudosa cualidad de reducir de manera sustancial la participación de los trabajadores productivos en la riqueza social, creando una condición de pobreza generalizada y un deterioro profundo en las condiciones de vida.

En 1977, la participación de 13.7 millones de trabajadores de línea –o de cuello azul, como se les reconoce en el lenguaje de las relaciones industriales en Estados Unidos– en el PIB manufacturero era de 27 por ciento (US Bureau of Census). En 1994, el número de trabajadores de cuello azul había disminuido a 11.9 millones, así como su participación en el producto de la industria manufacturera: los salarios tan sólo representan 18 por ciento del PIB, esto es, una pérdida de la tercera parte de su participación veinte años atrás. En términos clásicos, el descenso de los salarios combinado con el aumento en la productividad incrementó la masa de plusvalor de la industria de Estados Unidos en 144 mil millones de dólares al año.

Agotadas las posibilidades internas de reducir la tasa salarial en Estados Unidos fue necesario recurrir a las grandes reservas del ejército industrial acumuladas en América Latina después de dos décadas de estancamiento económico. Lejos de los discursos sobre el intercambio comercial, la liberalización de las transacciones busca integrar un solo mercado de trabajo en el continente, estratificado a partir de sus nichos nacionales. De esta manera se potencia la valorización de un capital globalizado, frente a segmentos de la clase obrera rigurosamente compartimentados. Éste ha sido el núcleo de la experiencia del TLCAN que, a la masa de desempleados estadounidenses, ocho millones en promedio, añadió otro tanto más proveniente de la economía mexicana, volviendo a desequilibrar las condiciones en los mercados laborales a favor del capital.

1 El underground railway era una ruta hecha de atajos, graneros, pozos y escondites diversos, por donde transitaban en la oscuridad y se refugiaban durante el día los esclavos negros del sur de Estados Unidos, en fuga hacia la frontera de Canadá, donde se había abolido la esclavitud.

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