Chiapas
7


Luis Hernández Navarro
El laberinto de los equívocos:
San Andrés y la lucha indígena *

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Presentación

Immanuel Wallerstein,
El CNA y Sudáfrica: pasado y presente de los movimientos de liberación en el sistema-mundo

Adelfo Regino Montes,
Los pueblos indígenas: diversidad negada

Laura Carlsen,
Autonomía indígena y usos y costumbres: la innovación de la tradición

Luis Hernández Navarro,
El laberinto de los equívocos: San Andrés y la lucha indígena

Ana Esther Ceceña,
La resistencia como espacio de construcción del nuevo mundo

Adriana López Monjardin y Dulce María Rebolledo,
Los municipios autónomos zapatistas

Antonio Paoli,
Comunidad tzeltal y socialización

Jorge Cadena Roa,
Acción colectiva y creación de alternativas

Ana Esther Ceceña,
El mundo del nosotros: entrevista con Carlos Lenkersdorf


PARA EL ARCHIVO

Armando Bartra,
John Kenneth Turner: un testigo incómodo

Francisco Pineda,
Frantz Fanon: Los Condenados de la tierra y el 68

La guerra psicológica en su dimensión urbana
(informe sobre violaciones a los derechos humanos contra organismos civiles)

Declaración política de la sociedad civil en su encuentro con el EZLN


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Los indios y el alma humana

Si durante la colonia se discutía si los indios tenían o no alma y, a partir del cardenismo, se reclamaba su necesaria desaparición en la identidad co-mún del ser mexicano, a raíz del levantamiento zapatista de enero de 1994 y de la aprobación de los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígenas, se discute si deben o no tener derechos especiales. La negativa a reconocer su alma, su identidad propia o sus derechos es, más allá de las diferencias, parte de un mismo pensamiento. Es parte de la negativa de un sector social a reconocer la otredad de los que son distintos.

La cuestión indígena se ha colocado en el centro de la agenda política nacional. Los contornos de nuestra identidad nacional, las políticas de combate a la pobreza, la transición hacia la democracia, la naturaleza de un nuevo régimen, las relaciones entre moral y política han adquirido, con la nueva lucha india, nuevos contenidos.

Durante cerca de cinco años se ha debatido la cuestión indígena con una intensidad, apasionamiento y virulencia desconocidos en nuestra historia reciente. Al calor de la discusión han emergido prejuicios e idealizaciones. Al lado de reflexiones informadas y cultas han aparecido juicios desafortu-nados e ignorantes. El debate sobre la cuestión indígena parece, en ocasiones, un laberinto de equívocos del que no hay salida.

Las notas que a continuación presento buscan dar cuenta tanto del debate sobre los derechos indígenas como de algunas de sus consecuencias en la política nacional y en la formación de un nuevo actor político que se ha desarrollado en nuestro país a partir de la firma de los Acuerdos de San Andrés. Dejan fuera algunos de los juicios más temerarios que, desde el poder, han hecho los juristas y algunos sectores de la intelectualidad sobre las implicaciones que acarrearía el reconocer los derechos indígenas, y se concentran en las reflexiones de los críticos más serios.

El nuevo integracionismo

"¿Y si los indios existen?", se preguntaba Guillermo Bonfil en un artículo en Uno Más Uno el 26 de abril de 1979. "Las culturas indígenas son apenas" -responde casi veinte años después el mismo intelectual que en su pasado comunista anunciaba el inminente fin de los campesinos y su inevitable proletarización- "un conjunto de ruinas étnicas, que ha quedado después de que la modernización destrozó y liquidó lo mejor de las tradiciones indígenas." Otros, sin embargo, son más cautelosos. Después del sobresalto del 1° de enero de 1994, ante la evidencia de que los indios permanecen aquí, quieren ser lo que son y son cada día más, a pesar de la educación pública, la reforma agraria, los programas contra la pobreza y el indigenismo, no pueden tapar el sol con un dedo, así es que se interrogan: ¿y si además de existir quieren seguir siendo indios y exigir derechos? ¿No estarán acaso oponiéndose al avance del progreso? ¿No estarán reclamando privilegios? ¿No estarán erosionando los cimientos de la homogeneidad cultural requerida para sentar las bases de la democracia?, se preguntan, anticipando una cruzada en forma contra la política de identidad en nombre del universalismo, la democracia procedimental, la tolerancia, los derechos humanos en abstracto y la solidaridad nacional.

Sin embargo, de la misma manera que hasta hace muy pocos años la con-signa de la desindianización se disfrazaba de búsqueda de la unidad nacional, el universalismo que hoy esgrimen quienes se oponen al reconocimiento de los derechos indígenas esconde el miedo a la diversidad. Detrás de la idea de nuestro inevitable futuro mestizo, se oculta la aversión a reconocer a otro distinto, así como la incapacidad para entender la cuestión indígena no como un hecho racial sino como diferencia cultural. Alimentada por un liberalismo decimonónico que considera a teóricos liberales como Rawls y Dworkin demasiado comunitaristas, la negativa a reconocer los derechos colectivos de los pueblos indios disfraza el racismo de una parte de nuestras élites intelectuales. El mito de la "raza cósmica" vasconceliana se ha transformado en la fantasía de la globalización racial. En la era de lo que Carlos Monsiváis ha bautizado como la generación del librecambio, los inminentes mártires del Fobaproa y sus asesores de cabecera insisten en blanquear las almas morenas.

Véanse, si no, los comentarios hechos por distinguidos pensadores sobre la respuesta de la comunidad de Unión Progreso, municipio de San Juan la Libertad, ante la entrega de sus muertos por parte de un visitador de la Comisión de Derechos Humanos. Indignados ante la réplica de una población víctima de la represión, que había recibido los cadáveres de los suyos en estado de putrefacción, con las vísceras reventando, trasladados en el mismo vehículo que había anunciado su muerte, y que exigía explicaciones en su lengua, el tzotzil, no encontraron mejor coartada que explicar el dolor y la rabia de un pueblo como prueba irrefutable de la intransigencia indígena. A pesar de que enarbolan el principio de la tolerancia no utilizaron una sola palabra para señalar los abusos de policías y militares.

Los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígenas son la demostración de que los pueblos indios existen, están vivos y en pie de lucha. Son la evidencia de que los viejos y nuevos integracionismos, disfrazados de nacionalismo o universalismo, no han podido desaparecerlos; el testimonio de que no son sólo "reliquias vivientes" sino actores políticos con un proyecto de futuro, culturas acosadas pero dotadas de una enorme vitalidad. No en balde parte de quienes pretenden restarles validez a los acuerdos son precisamente quienes enarbolan las banderas del liberalismo decimonónico.

¿Vestigios de un pasado antidemocrático?

Los Acuerdos de San Andrés y la elección de 412 ayuntamientos oaxaqueños por medio del mecanismo de "usos y costumbres" levantaron una enorme polvareda sobre el significado y origen de esta forma de gobierno.

En contra de lo que reivindica el nuevo movimiento indígena, distintos analistas sostienen que la implementación de gobiernos basados en usos y costumbres, en lugar de fortalecer a la sociedad civil, siembra semillas de violencia; que no son democráticos y sí fuente de conflictos. Insisten en que el voto a mano alzada y la democracia asamblearia atentan contra el sufragio universal y son instrumentos de los caciques. Plantean que estas instituciones son de origen colonial, extremadamente autoritarias, que las mujeres suelen ser excluidas y no hay separación entre los poderes civiles y religiosos. Afirman que existe el peligro de que, en nombre de la autonomía, los indígenas sean apartados en zonas reservadas. Insisten, tal y como lo han hecho las distintas versiones del indigenismo, en la necesidad de reformar los usos y costumbres, pero, a diferencia de éstas, los más críticos señalan que es necesario cambiar además la cabeza del sistema.

Lo primero que llama la atención en las opiniones de estos críticos es que no mencionan la violencia de que son víctimas los indígenas por parte de autoridades gubernamentales. En sus comunidades se concentra la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos. El estado mexicano ha sido incapaz de proporcionarles seguridad y justicia. La reivindicación indígena de sus sistemas normativos proviene tanto de su especificidad cultural (derecho a la diferencia) como de la violación a sus derechos individuales. En el reconocimiento de sus derechos colectivos los pueblos indios ven la garantía de que podrán defender estos derechos.

El debate sobre el origen del sistema de cargos ha sido largo y profundo en la antropología mexicana. Quienes lo consideran una forma político-colonial de ejercicio de la autoridad tienden a olvidar que existen otros puntos de vista. Chance y Taylor[1] sostienen que surgió a finales del siglo XIX. Muchos otros, en cambio, plantean que existe un vínculo estrecho entre el sistema de cargos y las sociedades prehispánicas, en donde la comunidad agraria de origen mesoamericano y su cosmovisión habrían sobrevivido transformándose y adaptándose a distintas instituciones coloniales y republicanas. Un buen número de investigaciones defienden este punto de vista. Descalificar su carácter indígena por su pretendido origen colonial es, cuando menos, dudoso. Pero, y esto es central, lo que le da al sistema de cargos su carácter indígena es que los indígenas lo reconocen como tal, y consideran que es parte de una identidad que es necesario conservar y recrear.

La mayoría de los críticos de los "usos y costumbres" no consideran que el plebiscito y las asambleas directas sean mecanismos democráticos. Mucho menos consideran el consenso. Sin embargo, en muchas comunidades las decisiones centrales se toman formalmente cuando han sido avaladas por sus integrantes después de un largo proceso de convencimiento. Los críticos no señalan que el ocupar un puesto de responsabilidad es una carga, un servicio, del que no se desprende beneficio material. Si democracia es, en su acepción clásica, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, este sistema es democrático. Tienen razón cuando señalan que regularmente la máxima autoridad "nunca es una mujer", pero olvidan preguntarse cuándo una mujer es la máxima autoridad en los Estados Unidos, México o las iglesias cristianas, independientemente de lo que la ley diga al respecto. La discriminación de género, presente en las comunidades indígenas, no es privativa de ellas.

Ciertamente, existen dentro de las comunidades indígenas problemas de violencia, autoritarismo y segregación. Valdría la pena preguntarse si ellos provienen del ejercicio de sus sistemas normativos o de que, para sobrevivir con el resto de la sociedad nacional, han debido establecer una serie de relaciones subordinadas y asimétricas que inducen y fomentan estas prácticas. La sociedad civil indígena sostiene que la vía para su reconstitución como pueblos pasa por el pleno reconocimiento de sus sistemas normativos, y que el fin de la simulación en la que viven implicará también la erradicación de muchos de los elementos antidemocráticos que hoy existen. Por lo demás, su reconocimiento no implica que aspectos de estos sistemas no deban ser modificados. Recuperación de la tradición e innovación de ésta no son términos contradictorios, sino parte de un mismo proceso de reconocimiento y construcción de identidades.

El carrusel de la ignorancia

En el mar de prejuicios, intereses creados y desinformación en el que navega la iniciativa de reformas constitucionales sobre derechos y cultura indígenas elaborada por la Cocopa, sobresale la acusación de que ésta busca crear en nuestro país "reservaciones indígenas", similares a las de Estados Unidos. El señalamiento ignora tanto lo que son esas reservaciones como el alcance y significado de la propuesta de la Cocopa.

En sentido estricto, las reservaciones indígenas de Estados Unidos son una forma específica de tenencia de la tierra, equivalente (por usar un símil) a lo que en México es la propiedad comunal. La iniciativa de ley de la Cocopa no toca para nada las formas de propiedad sobre la tierra y se limita a reconocer el derecho a "acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios, entendidos éstos como la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan u ocupan, salvo aquéllos cuyo dominio directo corresponde a la nación".

Las reservaciones surgen a partir de un hecho básico: la expansión y colonización territorial violenta de blancos de origen europeo sobre las tierras indígenas, y la reordenación "negociada" del espacio entre colonizadores e indios posterior a ella. Son, entonces, el vestigio territorial que conservan los pueblos originarios que sobrevivieron al despojo.

Las reservaciones fueron creadas básicamente por dos vías: la firma de tratados y las Órdenes Ejecutivas. En la era de la celebración de tratados entre Estados Unidos y los pueblos indios en resistencia (frenada por el Congreso en 1871), la noción de reservación dominante consistía en el reconocimiento bajo presión de que los indios podían conservar una pequeña porción de sus territorios cediendo la mayoría de éstos a Estados Unidos. Las reservaciones fueron concebidas inicialmente como sistemas transitorios de donde emergerían individuos. Posteriormente fueron creadas por Órdenes Ejecutivas. Con los indígenas desarmados, las reservaciones pasaron a ser iniciativas gubernamentales que daban tierra a los indios como un acto de caridad, a pesar de que la tierra otorgada era, originalmente, parte del territorio indígena.

Desde el punto de vista político, las reservaciones indígenas están sobrepuestas a los estados que forman la unión americana, creados, en la mayoría de los casos, después de las reservaciones. Están sujetas a los poderes federales y estatales. Desde los tiempos del Nuevo Pacto de Roosevelt, los pueblos indios cuentan con gobiernos tribales con ciertos poderes y algunas garantías legales para conservar las bases territoriales de las reservaciones. Aunque pueden tomar algunas decisiones de gobierno en áreas que les competen, el Ministerio del Interior tiene derecho de veto sobre ellas. Los indios estadounidenses poseen triple ciudadanía: son ciudadanos de su tribu, de Estados Unidos (desde 1923), y del estado donde la reservación se asienta (desde 1950).

¿Qué tiene que ver todo esto con la iniciativa de reformas constitucionales sobre derechos y cultura indígenas de la Cocopa? Obviamente, nada. La propuesta de los legisladores camina en otra dirección: reconocer a las comunidades como entidades de derecho público, dotar de autonomía a los municipios y reconocer los sistemas normativos internos en la resolución de disputas.

Pero, más allá de lo que realmente son, las reservaciones indígenas se han ganado la reputación de enclaves dentro de los estados donde se reproducen la marginación y la opresión, con el pretexto de "proteger" a los indios. Se les asocia con cierto tipo de apartheid, esto es, con la segregación de la población a partir de criterios raciales y la división territorial. Otra vez: ¿qué tiene esto que ver con la iniciativa de la Cocopa? Nada. La propuesta de la comisión legislativa pretende que se reconozcan los mecanismos que las comunidades y municipios ya tienen para nombrar a sus autoridades e impartir justicia con respeto a los derechos humanos básicos. Plantea terminar con la simulación existente. Asimismo, sostiene que es necesario crear nuevos municipios y distritos electorales para hacerlos coincidir con los núcleos de población indígena y facilitar su representación política. No hay en el conjunto de la iniciativa una sola reforma que busque el aislamiento o la segregación de los pueblos indios, sino el reconocimiento de derechos que les permitan revertir la situación de subordinación y exclusión que mantienen respecto al resto del país.

El debate en torno de la iniciativa de reformas constitucionales sobre derecho y cultura indígenas en la que se plasman los Acuerdos de San Andrés ha resultado ser un verdadero carrusel de la ignorancia. Una parte sustancial de los argumentos en contra de la iniciativa muestra, en el mejor de los casos, un profundo desconocimiento del tema entre los opositores y, en el peor, la intención deliberada de confundir a la opinión pública para servir a quienes buscan evitar que el gobierno cumpla con sus compromisos.

Nuevo tratado para la conversión de indios insumisos

En el debate en torno a la autonomía y los derechos indígenas, distintos autores han sugerido que los pueblos indios, en lugar de luchar por su reconocimiento, deben intentar otra ruta dentro del régimen vigente, ya sea la fundación de un partido político, el reclamo de las posiciones de la administración pública dedicadas a la atención de cuestiones indígenas, o la organización de una jornada en contra del aislamiento cultural y geográfico.

Ante la revuelta india y su exigencia de derechos, se responde proponiendo la integración de los pueblos indios a los circuitos de la política institucional, su reducción territorial y el camino de una nueva conversión "modernizadora". Estas propuestas evaden, simultáneamente, los planteamientos y las conquistas sustantivas alcanzados por los pueblos indios. En los hechos estas posiciones sólo pueden entenderse como una negativa a modificar el marco jurídico vigente y como un rechazo a los compromisos que el gobierno suscribió en San Andrés.

Los pueblos indios plantean la incorporación a la Constitución del derecho a la libre determinación y a la autonomía, entendida como "el derecho a decidir su forma de gobierno interna y sus maneras de organizarse política, social, económica y culturalmente". Ése es el consenso al que llegaron en la Mesa sobre Derechos Indígenas y que refrendaron en el Congreso Nacional Indígena.

No reivindican la obtención de un registro como partido político ni ser considerados como una organización corporativa más, sino su reconocimiento como pueblos y una recomposición profunda de las relaciones de poder que les permita transformar su situación de subordinación e integración asimétrica en relación con el resto de la sociedad nacional. Sostienen que es necesario emprender un conjunto de reformas que modifiquen el marco institucional vigente.

Exigen derechos, tanto políticos como de jurisdicción, para fortalecer su representación en los poderes legislativos y para que se reconozcan sus instituciones y mecanismos tradicionales para elegir a sus autoridades comunitarias y municipales, al margen de partidos políticos.

Tienen razón quienes sostienen que los pueblos indios deberían reclamar para sí las posiciones dentro de la administración pública dedicadas a atender cuestiones indígenas. Éstas han fracasado en su objetivo de procurar bienestar y desarrollo. Sin embargo, no es suficiente. Sin un incremento sustancial de los recursos destinados a estos pueblos y una modificación drástica de las políticas que los afectan (desde la rural hasta la comercial), medidas necesarias como la descentralización serán más que nada una vía para transferir más pobreza y permitir que el estado siga desentendiéndose de sus responsabilidades redistributivas y asistenciales.

En contra de lo sostenido por los modernos integracionistas, es perfectamente razonable exigir al estado programas de inversión pública que per-mitan poner fin al aislamiento geográfico de miles de comunidades. Es más, el estado debería haberlos implementado hace mucho, porque tiene, al igual que la sociedad urbana, una enorme deuda con esos pueblos que debe saldar, y porque en esas comunidades aisladas y crecientemente insumisas, que distintos autores llaman a reducir para convertirlas a la "modernidad" (como hicieron los primeros colonizadores), se concentra la mayor parte de nuestra biodiversidad (una de las más extensas del planeta) y vastos recursos naturales. Tal y como ha documentado Víctor Toledo, los pobladores de esos territorios han cuidado de ellos mucho mejor que nuestros modernos depredadores. Éstos son, a pesar de las apariencias, mucho más una reserva para el futuro que un rezago histórico. El estado debe garantizar a esos pueblos una justa retribución por la explotación de los recursos naturales que se encuentran en sus regiones y facilitar las condiciones para un desarrollo equitativo y sustentable.

Todo ello está estrechamente vinculado a la lucha india por la libre determinación y la autonomía y, en sentido opuesto, a la pretensión de crear caminos para una nueva integración subordinada. En estas reivindicaciones de los pueblos indios están las claves para su reproducción y florecimiento.

La ruta de San Andrés

En San Andrés se oficiaron los funerales del indigenismo. El estado mexicano tuvo que reconocer su orfandad teórica sobre la cuestión indígena y el fracaso de sus políticas. Todavía está instalado en el duelo. De la misma manera que su procurador tuvo que contratar los servicios de "La Paca" para exhumar el cadáver de Muñoz Rocha, ahora el gobierno ha alquilado los buenos oficios de politólogos y juristas para tratar de revivir al difunto, anunciando acciones de gobierno que son desmentidas por los supuestos beneficiarios o mandando iniciativas de ley a la Cámara de Senadores que son una caricatura de los compromisos que pactó.

En lugar del indigenismo se ha gestado un pensamiento nuevo, vigoroso y profundo, que modificará la cultura y la política nacionales. Un pensamiento surgido de años y años de resistencia y reflexiones sobre lo propio y lo ajeno, resultado de la gestación de una nueva intelectualidad indígena educada y con arraigo en las comunidades, de la formación de cientos de organizaciones locales y regionales con liderazgos auténticos y del conocimiento de las luchas indígenas en América Latina. Ese pensamiento, esos intelectuales y dirigentes, ese proceso organizativo, fueron los que tuvieron en San Andrés un punto de encuentro y convergencia, como nunca antes lo habían tenido. Los acuerdos a los que allí se llegó no fueron resultado de la negociación de un puñado de funcionarios priístas con un grupo gue-rrillero y sus asesores, sino el producto de un acuerdo entre el estado mexicano representado por el gobierno federal y el consenso logrado entre los delegados de los movimientos indígenas más representativos del país convocados por el EZLN.

San Andrés pudo haber sido una inmensa Babel, otra más de las iniciativas unitarias malogradas de la izquierda mexicana. Pero no lo fue. Allí convergieron un movimiento armado y clandestino con un movimiento civil y pacífico. Allí se encontraron dirigentes de organizaciones etnopolíticas, económico-productivas, agrarias, comunitarias, activistas de derechos humanos, investigadores. En donde había polémica se instaló el consenso. De allí surgió el programa de lucha más amplio y representativo que jamás haya tenido el movimiento indígena en México. Ciertamente, las diferencias entre las distintas corrientes del movimiento indígena subsisten, pero no al punto de impedir la acción común.

Quienes se reunieron en San Andrés convocados por los zapatistas no buscaban resolver problemas particulares de bienestar social, tierra o producción, sino el reconocimiento de derechos, que implican, ni más ni menos, la reformulación de las bases constitutivas de la nación. Allí se estaba echando a caminar un proceso legislativo desde abajo, se estaba reivindicando la titularidad de la norma. A San Andrés se llegó como producto de una ley excepcional, la de Concordia y Pacificación. Detrás de la negociación de San Andrés se encuentra el reconocimiento de que los pueblos indios carecen de representación política, y de que las reglas establecidas para tener acceso a ella no respetan su especificidad cultural. Más allá del indudable avance que refleja la composición del nuevo Congreso, esta falta de representación política y de nuevas reglas para acceder a ella subsisten: los pueblos indios no están representados en la actual legislatura. Ello da a los Acuerdos de San Andrés una legitimidad que no puede ser escamoteada apelando a la nueva composición del Congreso. Legislar hoy sobre la nueva relación entre el estado y los pueblos indios, al margen de éstos y de los Acuerdos de San Andrés, no hará sino agravar aún más el conflicto chiapaneco y ahondar la fosa que existe entre representantes populares y pueblos indios.

San Andrés y la organización indígena

En poco tiempo, el Congreso Nacional Indígena (CNI) se ha convertido en la organización indígena nacional más amplia y representativa del país, y en una de las fuerzas sociales más dinámicas en el espectro político nacional.

El CNI está formado por una amplia variedad de comunidades, pueblos y organizaciones indígenas. Algunas, como la UCEZ, los Comuneros de Milpa Alta y la CNPI, han participado en proyectos campesinos de coordinación nacional. Otras, como la Unión de Comunidades Indígenas Huicholas, los nahuas de la Sierra de Manantlán y las autoridades y organizaciones mixes, casi no tienen experiencia previa en la participación de convergencias nacionales. Unas provienen de la lucha agraria; otras, de la movilización etno-política, y otras más, de la reivindicación económico-productiva. Tienen en común su independencia del estado y de los partidos políticos.

En el CNI participa la gran mayoría de dirigentes indígenas formados en la última década y que emergieron a la luz pública a raíz de la insurrección zapatista, al lado de autoridades comunitarias tradicionales. Actúa, también, una parte significativa de los líderes formados al calor de las movilizaciones en torno a la celebración de los 500 años de resistencia indígena realizadas entre 1989 y 1992. Este encuentro de liderazgos, donde se mezclan distintos niveles y tipos de representación política que van de la comunidad a la región, y de representantes con cargo municipal a mediadores políticos de corte tradicional (usualmente profesores y profesionistas indígenas), le da al Congreso una representatividad muy significativa. Sin embargo, simultáneamente, proporciona una diversidad de culturas organizativas que tienen que aprender a coexistir y que dificulta la necesaria cohesión interna que se requiere en una organización de esta naturaleza.

El CNI es el heredero organizativo de los diálogos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas. Surge de la convocatoria hecha por el EZLN a dirigentes indígenas para participar como sus asesores e invitados en el proceso, del Foro Nacional Indígena de enero de 1996 organizado también por los zapatistas, y de las reuniones de seguimiento de este Foro que se efectuaron después de firmados los acuerdos con el gobierno federal. Nace al calor del debate nacional sobre la cuestión indígena propiciado por la suspensión de las negociaciones en septiembre de 1996, y de la llegada de la comandante Ramona a la ciudad de México como delegada del EZLN en la fundación del Congreso.

La estrecha relación que se ha construido entre el movimiento indígena independiente y el zapatismo ha sido ratificada permanentemente. Tal y como lo señaló el dirigente purépecha Juan Chávez en el discurso inaugural de la segunda asamblea del CNI: "El EZLN y el CNI, somos ya una sola fuerza nacional. La palabra armada que se hace escuchar desde enero de 1994, es por nosotros aceptada, defendida y respetada, en razón histórica del supremo derecho de los pueblos a la rebeldía. El EZLN enarbola hoy las demandas que por siglos nuestros pueblos han visto negadas por los gobiernos. El CNI hace suyas estas demandas..." No en balde el Congreso tiene como eje central de su programa de lucha exigir al gobierno el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés.

El CNI ha pasado por cuatro etapas en su primer año de vida. La primera va de su fundación, alrededor de la consigna "Nunca más un México sin nosotros", a febrero de 1997. En ella desempeña un importante papel en el análisis y difusión de la iniciativa de reformas constitucionales de la Cocopa, así como en el debate nacional para defenderla. La segunda se ubica entre febrero y agosto de 1997, y se caracteriza por un repliegue regional ante el proceso electoral y por el señalamiento de que éste se había realizado con escasa participación de los pueblos indios, así como por la realización de trabajos de reorganización interna. En la tercera, que va de septiembre a marzo de 1998, se despliegan acciones nacionales alrededor de la participación en la marcha realizada junto con el EZLN, y la celebración de dos asambleas nacionales. Simultáneamente, se han desarrollado significativas luchas regionales, como la de los wixárikas en Jalisco y Nayarit, o la de los huaves, zapotecos y mixes del istmo oaxaqueño. En la cuarta, el CNI vive un complejo proceso de reorganización de sus corrientes internas, de lucha en contra de la iniciativa presidencial de reformas constitucionales sobre derecho y cultura indígenas, de repliegue a las regiones y de reflujo nacional. Como ha sucedido con otras experiencias de coordinación nacional en otros sectores (campesino, sindical, magisterial o urbano-popular), en esta cuarta etapa se han hecho presentes contradicciones entre un incipiente aparato nacional y las regiones en torno a quién y cómo debe tomar las decisiones dentro del Congreso.

Más allá de las dificultades que un proyecto organizativo de esta naturaleza tiene para su consolidación, el CNI ha ganado ya el reconocimiento de la mayoría del movimiento indígena, que ve en él "su casa", y de la opinión pública, que acepta lo genuino de su causa. En el camino, la legitimidad conquistada ha abierto un espacio para la lucha de otros sectores populares en el país.

Podar la agenda

Simultáneamente actor y víctima, sujeto y objeto de políticas, el nuevo movimiento indígena mexicano ha desplegado un significativo protagonismo a raíz de la firma de los Acuerdos de San Andrés. Se ha convertido en un actor político central en la coyuntura política nacional. Ha ganado visibilidad y presencia. Ha logrado acreditar un número creciente de voceros propios en los medios de comunicación. Su causa es reconocida como genuina.

Entre las consecuencias inmediatas del ascenso de la lucha indígena se encuentra la propagación de una significativa "epidemia" legislativa sobre derechos indígenas en diversos congresos estatales. En los últimos dos años se han modificado varias constituciones locales y leyes secundarias. Irónicamente, el principal foco (aunque no el único) transmisor de esta "epidemia", la negociación nacional entre el EZLN y el gobierno federal sobre derechos y cultura indígenas de San Andrés, espera aún su momento legislativo. El compromiso gubernamental de promover una reforma constitucional para materializar los acuerdos alcanzados sigue sin cumplirse. Pareciera que, más que adecuar las leyes locales a la realidad indígena, esta fiebre legislativa estatal busca vaciar de contenido nacional a los Acuerdos de San Andrés.

Ciertamente, esta "epidemia" había sido precedida de otra anterior que llevó a modificar las constituciones de Campeche, Chiapas, Chihuahua, Durango, Estado de México, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Nayarit, Oaxaca, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sonora y Veracruz. Pero aquélla, a diferencia de esta última, no tuvo por objeto tratar de mediatizar una reforma federal sino trasladarla al ámbito local. Aunque algunas constituciones locales se modificaron previamente a la reforma del artículo cuarto de la Constitución General de la República, lo hicieron en el contexto general del debate en torno a éste, que como se recordará duró cerca de tres años. Salvo excepciones notables (Chihuahua, Campeche, Oaxaca y, recientemente, Quintana Roo), el destino seguido por el reconocimiento de los derechos indígenas en el nivel estatal fue el mismo al que quedaron condenadas las transformaciones al artículo cuarto; esto es, el de ser meros enunciados.

En la nueva "epidemia legislativa pueden encontrarse avances y retrocesos en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. Así las cosas, mientras que en la reciente Ley de Justicia Indígena del Estado de Quintana Roo hay avances como el reconocimiento de jueces tradicionales y un Consejo de Judicatura de la Justicia Indígena, en otros casos, como la iniciativa de reforma constitucional en San Luis Potosí, hay claros retrocesos, como el pretender corporativizar a los pueblos indígenas a través de la formación (¡una vez más!) de Consejos Indígenas. Pero, más allá de las pequeñas conquistas alcanzadas, en prácticamente todas estas tentativas existen candados insalvables, surgidos de la primacía de que goza la Constitu-ción federal en nuestro sistema jurídico. Además, en la mayoría de los casos, estas transformaciones se han hecho, o tratado de hacer, sin la participación y la opinión de los directamente interesados, los pueblos indios, que han quedado reducidos al papel de espectadores pasivos de las iniciativas de los ejecutivos estatales y los legisladores pertenecientes a los partidos políticos con registro. Más allá de esos avances, con algunas excepciones notables, el signo central de estas reformas es el gatopardismo: cambiar un poco para que no cambie nada sustancial, aceptar algunos derechos para evitar reconocer derechos sustantivos, cambiar en lo local para tratar de "desfondar" la reforma federal.

En la oscuridad en la que vive el reconocimiento de los derechos indígenas en nuestro país, brilla como una luciérnaga, con luz propia, la experiencia oaxaqueña. No en balde las aportaciones de sus dirigentes indígenas y algunas de sus experiencias legislativas (particularmente las modificaciones al libro cuarto, título primero, y al artículo 136, párrafo 1 del Código de Instituciones Políticas y Procedimientos Electorales de Oaxaca) fueron elementos centrales en las negociaciones de San Andrés Sacamch’en.

Oaxaca es, hoy por hoy, el estado de la república con el mejor ordenamiento legal sobre derechos indígenas. La entidad es pionera en el reconocimiento de éstos. Desde el año de 1986, cuando se creó la Procuraduría para la Defensa del Indígena con una Ley Orgánica que regulaba su funcionamiento, hasta la reciente ley indígena estatal, la legislación oaxaqueña en la materia (más allá de sus limitaciones) está muy por arriba del resto de las legislaciones estatales.

Oaxaca: los dilemas de la ley indígena

El 4 de junio de 1998 el Congreso del estado de Oaxaca acordó una reforma constitucional que abre el camino a la aprobación de una ley de derechos de los pueblos y comunidades indígenas en medio de una fuerte polémica.

Las modificaciones a la Constitución local se efectuaron en una controvertida sesión, en la que el jefe de la bancada panista abandonó la sesión, el diputado del PRI, Teódulo Domínguez, se opuso a la iniciativa argumentando la necesidad de aguardar a la aprobación de la reforma indígena propuesta por el presidente Zedillo, y el PRD se dividió.

Diódoro Carrasco presentó su iniciativa de Ley en un momento particularmente complejo. Su periodo al frente de la gubernatura del estado estaba a punto de concluir. El candidato de su partido a sucederlo en el puesto no sólo pertenecía a un grupo político diferente al suyo, sino que lo había relegado en la campaña electoral. A pesar de que el presidente Zedillo había realizado comentarios favorables sobre la política social del jefe del ejecutivo de Oaxaca, al punto de declarar que la "robaría" para su administración -cosa que no ha hecho-, el hoy gobernador no parecía tener un lugar asegurado en la política nacional. Con Esteban Moctezuma al frente de la Sedesol, el futuro exgobernador carece de una pista en donde aterrizar a partir del mes de diciembre, fecha en la que dejará su cargo. A raíz de la irrupción del EPR el estado se ha militarizado aceleradamente. En Los Loxicha hay una guerra sucia en marcha que ha creado un clima de terror digno de cualquier república bananera. La persecución en contra de dirigentes magisteriales de la Sección XXII del SNTE, la agresión en contra de integrantes de ONGs de derechos humanos, y las intimidaciones en contra de organizaciones campesinas independientes se han sucedido, una tras otra. Santa María Chimalapa, San Francisco del Mar, Putla, Quiahije, son algunos municipios en donde la represión oficial se ha hecho presente. Por lo demás, la iniciativa de ley de Oaxaca se presentó cuando la propuesta de reformas constitucionales sobre derechos y cultura indígenas elaborada por la Cocopa había sido denostada por el presidente Zedillo, y éste había presentado una iniciativa de reformas distinta, alejada de lo pactado en los diá-logos de San Andrés.

Oaxaca tiene una bien documentada tradición de reformas legales sobre derechos indígenas. Su legislación local es, con mucho, la más avanzada en la materia. Tal y como lo han señalado una diversidad de autores conocedores de la problemática, la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del estado de Oaxaca aprobada por el Congreso no es la excepción. En ella se reconocen, a pesar de sus limitaciones, derechos sustantivos a los pueblos y comunidades indígenas del estado. Sin embargo, la actitud que asumieron las organizaciones sociales y los partidos políticos en la entidad distó, con mucho, de ser un apoyo incondicional a la propuesta.

Para una corriente del movimiento indígena oaxaqueño, en la que par-ticipan organizaciones como UCIZONI, OIDHO y CEDIP, la grave situación de violación a los derechos humanos en la entidad y el uso de medios ilegales para mantener la gobernabilidad en el estado invalidan la iniciativa de ley, pues "día a día, las más elementales garantías son transgredidas".

Otra franja del movimiento indígena en la entidad, en la que se encuen-tran importantes fuerzas sociales como SER y CEPCO, dio a la ley un apoyo crítico. De entrada, este bando considera que algunos de sus artículos vio-lan el derecho de organización ciudadana. Señala, asimismo, que en ella no se abren las posibilidades de remunicipalizar el estado (urgente en regio-nes como la triqui), no se establece ninguna reforma de las instituciones y no se plantea el problema de la representación de los pueblos indios en el Congreso local.

Finalmente, un conjunto de organizaciones identificadas con la CNC y con los Consejos Indígenas, tradicionalmente afines a las posiciones oficiales, se sumó acríticamente a esta iniciativa, de la misma manera que se hubiera sumado a casi cualquier otra.

Los partidos de oposición locales (tanto el PAN como el PRD) asumieron una posición lamentable y atrasada, que muestra cómo, a pesar de que han tenido avances electorales y de que conducen luchas importantes por la de-mocratización del estado, mantienen una concepción subdesarrollada e incompleta del mundo indio.

El PRD trató de limitar los alcances y la importancia de la reforma indígena subordinándola, en el último momento, al debate sobre la reforma del estado. En un estado en el que la mitad o más de la población es indígena, la primera es clave. Obviamente también son importantes, como lo plantea el PRD, la seguridad pública y la justicia. Pero señalar, como se hizo en la exposición de motivos de la iniciativa de ley de este partido, que "no sólo el ámbito de los derechos indígenas debe ser reformado" es correcto en lo general, pero en el contexto particular de la reforma indígena es una inadmisible minimización de la lucha étnica. El viejo truco de anteponer a logros concretos de amplios sectores de la población la zanahoria de un programa máximo es la mejor forma de mantener la "pureza" propositiva del partido, pero también de perpetuar su ineficacia práctica y reproducir su vocación testimonial.

Sin embargo, la posición que más llamó la atención fue la del PAN. Como si tratara de dar la razón a quien ve en este partido la representación política de la derecha más recalcitrante y atrasada y poner, de paso, un serio dique a las posibilidades de triunfo electoral de su candidato a gobernador, el líder de su bancada señaló, entre otras lindezas, que "el proyecto de ley parece una copia del plan guerrillero del enmascarado subcomandante Marcos", que el "reconocimiento de la autonomía... bastará para que se inicie la disolución municipal", que "los 300 años de conquista no fueron suficientes para consumar el mestizaje, o sea la mezcla entre españoles e indios y por ello existe una fracción de nuestra nación de aproximadamente 8 millones de mexicanos que aún permanecen en condiciones de involución y que no han gozado de los adelantos de la civilización occidental cristiana", y que "más que una ley el gobierno necesita hacer un esfuerzo para incorporarlos a la vida civilizada".

Más allá de los avances reales que tiene en el reconocimiento de los de-rechos indígenas, la iniciativa de ley de Oaxaca sugiere varias interrogantes: ¿una conquista estatal desmoviliza la lucha por demandas nacionales? Esto es: ¿la legislación oaxaqueña "deslecha" a San Andrés y a la iniciativa de la Cocopa o, por el contrario, muestra el sin sentido de las objeciones presi-denciales a éstas y evidencia la pequeñez de su propuesta de reformas? ¿Puede un gobierno que ha violado los derechos humanos y militarizado el estado emprender una reforma constitucional de avanzada con legitimi-dad? ¿Puede emprenderse una modificación del marco legal progresista utilizando mecanismos corporativos? El debate sobre estos puntos sigue hoy en la orden del día del movimiento indígena.

Lo nuevo de lo nuevo

La nueva lucha india que se plasma en los Acuerdos de San Andrés y la decisión de pueblos y comunidades de hacerlos valer en la práctica tienen profundas implicaciones para la gestación de otro modelo de país, tanto en lo que se refiere a la forma de enfrentar una globalización basada en la lógica del capital financiero, como en la definición del futuro del estado-nación. Tal y como señala el sociólogo francés Alain Touraine:

Hay una frontera que no se debe franquear: la que separa el reconocimiento del otro de la obsesión de la identidad [...] la identidad y la alteridad son inseparables y en un universo dominado por las fuerzas impersonales de los mercados financieros deben ser defendidas conjuntamente si se quiere evitar que la única resistencia eficaz a su dominación venga de los integrismos sectarios. El multiculturalismo democrático es hoy el objetivo principal de los movimientos sociales reformadores, como hace años lo fue la democracia industrial. No se reduce a la tolerancia ni a la aceptación de los particularismos limitados; tampoco se confunde con su relativismo cultural cargado de violencia. En los países liberales su fuerza principal es su resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos, y en los países autoritarios está al servicio de la laicidad y de los derechos de las minorías.[2]

Pero, también, como lo ha expresado Luis Villoro, "la verdadera reforma del estado es la reforma del proyecto de nación... Hay que inventar de nuevo la nación que queremos".[3]

En marzo de 1996 los Acuerdos de San Andrés parecían caducos, innecesarios. Lo mismo sucedió a comienzos de septiembre de ese mismo año. La crisis del diálogo, el traslado de la comandante Ramona a la ciudad de México y la formación del Congreso Nacional Indígena les dieron una enorme actualidad que se prolongó hasta febrero de 1997. A partir de entonces el proceso electoral federal y sus resultados silenciaron la importancia de los Acuerdos. Más de un político, dentro y fuera de la administración pública, respiró tranquilo por ello. La marcha de los mil 111 zapatistas sobre la ciudad de México volvió a colocar los Acuerdos en el centro del debate político nacional. Para noviembre todo parecía estar de nuevo bajo el control gubernamental. La matanza de Acteal primero, y la presentación de la iniciativa de Ley indígena del ejecutivo después, colocaron nuevamente los Acuerdos como parte de la agenda política pendiente. Desde entonces aparecen una y otra vez en las grandes discusiones nacionales. La clase política trata de sacarlos por la puerta pero éstos regresan a la palestra por la ventana. Esta vitalidad proviene, entre otras cosas, del lugar privilegiado que ocupan ya en el imaginario social. Como el Plan de Ayala en su tiempo, los Acuerdos de San Andrés son ya un símbolo movilizador y articulante de fuerzas transformadoras, y la evidencia, entre otras muchas, de hechos como el incumplimiento de los compromisos gubernamentales, la legitimidad del levantamiento indígena, el precio a pagar para alcanzar la paz, una forma distinta de hacer la reforma del estado.

La iniciativa presidencial

La posible aprobación de una reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, partiendo de la base de las iniciativas del ejecutivo y del PAN, plantea un dilema central para los pueblos indios y la sociedad civil involucrada en los diálogos de San Andrés: deberá o no aceptarse la nueva legislación.

El ejecutivo y los partidos políticos tienen derecho a presentar iniciativas de reformas constitucionales. El Congreso de la Unión es un poder soberano en el que reside la facultad de legislar. Además, este Congreso es producto de las elecciones menos cuestionadas de la historia presente y su composición es la más plural y equilibrada que ha habido en muchas décadas. ¿Por qué entonces habría de ser cuestionada una reforma indígena emanada de este poder?

La creación de un nuevo marco legal para los pueblos indios está estrechamente asociada al proceso de paz en Chiapas. Las principales referencias para elaborarlo fueron los acuerdos alcanzados durante la primera mesa de diálogo entre el EZLN y el gobierno federal. A través de ellos, y según lo establecido por la ley del 11 de marzo de 1995, se trató de solucionar una parte de las causas que habían originado el conflicto. En ellos el gobierno federal se comprometió a impulsar una serie de modificaciones constitucionales.

El primer problema que existe con la iniciativa de reformas del ejecutivo es que, en contra de lo pactado con el EZLN, ésta fue presentada en la Cámara de Senadores unilateralmente. El segundo es que, a pesar de lo que se dice en la exposición de motivos, en lo esencial su contenido (al igual que en la del PAN) no corresponde a lo pactado en San Andrés. Las consecuencias inmediatas de estos dos hechos son que, de aprobarse las reformas, la firma de la paz estará más lejos que nunca y que, en contra de lo establecido en la Ley de Concordia, no se solucionarán las causas que origi-naron el conflicto.

La relación que existe entre la iniciativa presidencial para reformar la Constitución en materia de derechos y cultura indígenas y los Acuerdos de San Andrés es similar a la que se da entre un bonsai y un ahuehuete. Ambos son árboles. Poseen raíces, tallo, ramas y hojas. Pero su tamaño hace la diferencia. De la misma manera, tanto la iniciativa presidencial como los Acuerdos abordan el tema de los derechos indígenas, pero lo que los hace distintos es la amplitud de los derechos que reconocen.

Pareciera ser que, como el gobierno federal sigue considerando que los indígenas son menores de edad, está dispuesto a reconocerles tan sólo derechos limitados y que, como los considera ciudadanos de segunda, ha ac-cedido a reconocerles, apenas, derechos de segunda.

Mientras que los Acuerdos de San Andrés, como un ahuehuete, proporcionan sombra y protección para, desde allí, favorecer el proceso de reconstitución de los pueblos indígenas abriendo la posibilidad de acordar una "ley-paraguas", la iniciativa presidencial, como un vistoso bonsai, ofrece un elegante adorno con que el gobierno aparenta reconocer los derechos indígenas, pero en una escala tan reducida que los vuelve intrascendentes. De aprobarse la propuesta gubernamental se estaría abriendo la puerta a la aprobación de una "ley-camisa-de-fuerza" que en muy poco ayudaría a la regeneración de la identidad indígena.

La iniciativa presidencial de reformas indígenas es una jibarización de los Acuerdos de San Andrés. Los reduce al punto de hacerlos irreconocibles. Acepta que los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación, pero limita el ejercicio de la autonomía -expresión concreta de este derecho- a las comunidades (entendidas como asentamiento de poblaciones). En otras palabras, lo que la propuesta del ejecutivo hace es reconocer primero al sujeto pero no al derecho, para luego dar derechos a otro sujeto, en un ámbito tan pequeño y con facultades tan limitadas que termina por convertir ese derecho casi en un objeto decorativo. El achicamiento guber-namental de lo que pactó con el EZLN el 16 de febrero de 1996 abarca, sin embargo, otras áreas tales como: el camino para armonizar los sistemas normativos indígenas con el derecho positivo; el reconocimiento de los terri-torios; la aceptación de las comunidades como entidades de derecho público; el mecanismo para definir cuáles son los municipios indígenas y las posibilidades de asociación de éstos. Asimismo, la iniciativa presidencial pretende constreñir, en el caso del derecho a operar y administrar sus propios medios de comunicación, el ejercicio de un derecho constitucional a una ley secundaria y, en otros casos, a lo establecido en distintos artículos constitucionales.

Entre los principales consensos alcanzados en San Andrés se encuentra el de que uno de los problemas más graves que padecen los pueblos indios es la falta de representación política. A pesar de la pluralidad que existe en el nuevo Congreso y de su carácter soberano, este problema no ha sido resuelto. Precisamente por ello es que se tiene que crear un nuevo marco legal.

Por lo demás, el principio de soberanía popular se expresa tanto dentro como fuera de los órganos institucionales de representación. La sociedad civil constituye la primera instancia para la elaboración de propuestas políticas concretas. San Andrés fue el foro en el que se manifestó el poder de los que no tienen poder alguno. Allí habló la palabra de quienes no poseen otros foros para ser escuchados, preguntando y opinando. Allí acudieron quienes se incorporaron a la política a través de la experiencia de encontrarse en una situación límite. Legislar al margen y en contra de San Andrés sería tanto como ignorar esa otra soberanía, como excluir a los excluidos de siempre. Las reformas podrán ser legales, pero no legítimas.

Si el Congreso de la Unión aprueba una nueva legislación al margen del EZLN, de los pueblos indios y de lo pactado en San Andrés, pavimentará el camino de la guerra. El hecho de que una norma jurídica sea aprobada por mayoría no justifica moralmente su contenido y alcance. Los legisladores deberían recordar que es moralmente irresponsable que las decisiones se tomen únicamente en función de sus plataformas partidarias o de saberse un poder soberano, al margen de considerar las consecuencias previsibles que se derivan de la decisión misma. Las iniciativas no deben justificarse sólo por aquello que las motiva, sino también por los efectos que se derivan de ellas. Y una decisión de esa naturaleza acercará el país a la guerra.

Si el legislador asume el derecho a legislar, el ciudadano puede reivindicar el derecho a ser gobernado sabiamente y por leyes justas, y a desobedecerlas si no lo son.

Tal y como lo señala Dworkin: "Tomarse los derechos en serio supone preservarlos en todo caso frente a cualquier objetivo colectivo de la mayoría; es más, la desobediencia a la ley no es un derecho autónomo, sino que constituye una característica de todo derecho fundamental que lo sea auténticamente: desobedecer la norma que vulnera nuestro derecho es hacer patente que somos sus titulares".

De San Andrés a la V Declaración: la ruta de la democracia participativa

Así como la insurrección zapatista de enero de 1994 precipitó la ciudadanización de los órganos electorales, la V Declaración de la Selva Lacan-dona busca catalizar la separación de poderes, el fin del presidencialismo y la promoción de la democracia participativa.

Si el levantamiento indígena permitió vencer las resistencias que desde el poder se tenían frente a la plena autonomía del Instituto Federal Electoral, vieja demanda de movimientos ciudadanos y partidos de oposición, la V Declaración convoca al Congreso de la Unión a asumir cabalmente su independencia e impulsa la organización de una consulta nacional en torno a la iniciativa sobre derechos y cultura indígenas elaborada por la Cocopa, que retoma, en los hechos, un elemento central de la agenda política nacional aún pendiente: la ampliación de las formas de participación política estableciendo mecanismos de democracia directa, tales como el reconocimiento del referéndum, el plebiscito y la iniciativa popular.

La consulta a la que el EZLN convoca está precedida de otra auscultación previa: la que dio como resultado los Acuerdos de San Andrés. En ella, centenares de representantes de las franjas más organizadas de los pueblos indios del país discutieron y acordaron los puntos centrales de lo que después se pactaría con los representantes gubernamentales. Nunca antes en la historia reciente de la aprobación de leyes en nuestro país había sido formulada una iniciativa con tanta participación ciudadana. Lo que los zapatistas se proponen hoy es ampliar y profundizar aún más la participación popular en el proceso legislativo.

La consulta se llevará a cabo en los municipios. En lugar de que ésta se organice a partir de los distritos electorales existentes, o de los estados o de las regiones, se realizará en el ámbito de gobierno más cercano a la población. Su lógica es la de fortalecer un proceso organizativo municipalista, el mismo que rige la formación de municipios autónomos.

Si en el pasado el zapatismo actuó como un instrumento para catalizar la organización de la sociedad civil sin pretender sustituirla, en el presente apuesta por servir como un elemento activo en el desmantelamiento del presidencialismo sin tratar de prescindir de los partidos políticos. La nueva composición del Congreso de la Unión, las iniciativas de los partidos de oposición y el surgimiento de importantes corrientes dentro de las fracciones parlamentarias de los institutos políticos (como el Grupo Galileo) permiten suponer que una propuesta de esta naturaleza trasciende el nivel puramente contestatario o declarativo, siempre y cuando se logre generar una acción ciudadana capaz de presionar o apoyar a los legisladores para que actúen con independencia del poder ejecutivo y de sus intereses inmediatos.

El EZLN busca así hacer de la cuestión indígena y del problema de la paz un instrumento eficaz en la democratización del régimen. Y lo hace, privilegiando la movilización popular y la consulta democrática como métodos de lucha por sobre la negociación cupular de las élites políticas.

La lógica política que anima la V Declaración está contenida tanto en la propuesta general del zapatismo sobre la transformación de la cadena mando-obediencia, expresada en la fórmula de mandar obedeciendo, como en las conclusiones a las que llegó la Mesa de San Andrés sobre Democracia y Justicia del 16 y 17 de julio de 1996. En aquel entonces, en un documento de treinta y siete cuartillas, los zapatistas sostenían: "Sin negar ni menospreciar la importancia que los partidos políticos tienen en la vida nacional, una visión sustantiva de la democracia contempla la apertura de espacios ciudadanos no partidarios en la lucha política..." Sostener que el reconocimiento que los zapatistas hacen hoy al Congreso, los partidos de oposición y la Cocopa surge de la desaparición de la Conai muestra un enorme desconocimiento del pensamiento programático del EZLN.

Desde esta perspectiva, la V Declaración no sólo sostiene que el reconocimiento de los derechos indígenas debe ser un elemento central de la reforma del estado, sino que se inserta en el debate sobre ésta reivindicando mecanismos de democracia directa que no sólo deben ser aprobados, sino ejercidos previamente.

Símbolos

En un momento en el que la opinión pública está convencida de la incongruencia entre las palabras y los hechos del presidente Zedillo, San Andrés se ha convertido en el símbolo del incumplimiento de la palabra de un estado para con los pueblos indígenas que viven en su territorio. El derecho a la libre determinación y a la autonomía de los pueblos indios, que reconocen los Acuerdos, rompe de manera profunda con el marco de referencia a partir del cual se pensaba la cuestión indígena en el país. En los hechos, San Andrés representa la fractura del ciclo de dominación ejercida sobre los pueblos indios desde la Colonia.

Más allá de lo que el futuro inmediato defina, San Andrés es un parteaguas en la definición del futuro de país en disputa. Si el debate se entrampa en los senderos del laberinto de los equívocos o si alumbra una salida viable para un país diverso es algo que aún no se define. En la definición del destino inmediato, San Andrés será, sin embargo, un punto de referencia obligado.


Notas:

[*]

Como siempre, este trabajo tiene deudas con mucha gente: Laura Carlsen, Adelfo Regino, Ricardo Robles, Hermann Bellinghausen, Ramón Vera, Eugenio Bermejillo, Ana de Ita, Francisco López Bárcenas, Carlos Monsiváis, Arturo Cano. La responsabilidad final, sin embargo, es mía.

[1]

Chance y Taylor, "Cofradías y cargos: una perspectiva histórica de la jerarquía cívico-religiosa mesoamericana", Antropología (boletín oficial del INAH), suplemento n. 14, mayo-junio de 1987.

[2]

Alain Touraine, ¿Podremos vivir juntos?, Fondo de Cultura Económica Argentina, Buenos Aires, 1997.

[3]

Debate "Ruinas étnicas o nación inexistente", suplemento El Ángel, Reforma, 16 de agosto de 1998.



Revista Chiapas
http://www.ezln.org/revistachiapas
http://membres.lycos.fr/revistachiapas/
http://www33.brinkster.com/revistachiapas

Chiapas 7
1999 (México: ERA-IIEc)


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